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◖ 23 ◗  

ALEJANDRA.

Amaba la tranquilidad de ese parque...

El clima soleado me abrazaba fuertemente, diciéndome que sería una tarde perfecta; la brisa tibia transitaba en ráfagas frente a mí hasta chocar con alguna parte de mi piel expuesta, el cielo despejado iluminaba cada metro cuadrado de ese increíble y bien podado césped verdoso, haciendo que su color incrementara y brillara aun más. Los frondosos árboles mostraban con orgullo sus ramas repletas de hojas y, a su vez, permitían que las ardillas habitaran dentro de ellos.

Inspiré el delicioso aroma que la naturaleza transmitía, llenando mis pulmones por completo de un agradable olor a flores.

La invernación; lloviznas heladas, mañanas con neblina y noches siendo acompañadas por una bebida caliente, habían terminado así como la temporada no tan deseaba para algunos, pero llamativa para unos tantos: el invierno. La estación cambió para darle paso a una más vibrante, cálida y repleta de colores claros y brillantes: la primavera. Detestada por las personas que sufrían alergias y no podían verle el lado magnífico, quienes no podían apreciar la elegancia con la que una flor abría sus pétalos, o deleitarse con su perfume natural. Había gente que la amaba y otras que no. Eso me hizo cuestionarme qué preferían los demás, ¿Eran amantes del frío o del calor? ¿Invierno o verano? ¿Otoño o primavera? A quienes no les gustaba abrigarse tanto, la respuesta era obvia. Aunque también lo era en el caso de las personas que no les agradaba mucho el sol y broncearse. Éramos muy indecisos y nunca nos conformábamos con nada, eso estaba claro.

Habían muchos gustos al rededor del mundo, y yo me estaba dando el mío justo en ese preciso momento.

Iba caminando despreocupadamente por la acera viendo como los perros corrían detrás de sus pelotas antes de volver con sus dueños, también habían un par de familias divertirse y pasando el rato. Supuse que estaban exprimiendo al máximo el preciado jugo del tiempo que compartían con sus hijos, disfrutando de su compañía y niñez antes de que todo se volviera caótico. Era sabido que la adolescencia sería una etapa difícil y que, lo que antes se creía suficiente para detenerlos, se convertía en un chiste para ellos. Lo mejor era aprovechar esos pocos años donde se tenía cierto control sobre sus vidas y decisiones, amarlos y apoyarlos antes de que nos cerraran la puerta en nuestras propias narices y nos dijeran que no los comprendíamos.

Era consciente de todo aquello porque yo pasé e hice exactamente lo mismo cuando fui adolescente; la diferencia era que, en vez de suponer que mis padres no me entendían, lo afirmaba ya que, al fin y al cabo, nunca lo habían hecho.

Me dejé guiar por los recuerdos que me llevaban a una enorme casa; alta, de colores claros y muchas habitaciones... cuartos que rara vez se utilizaron. Adentrándome por esa puerta de madera, me pude visualizar sentada en un sillón cómodo y largo, con cojines que adornaban las extremidades y siendo acompañado por una mesita redonda central. Subiendo las escaleras pude ver mi habitación con grandes ventanales; cama matrimonial, armario con espejo, un escritorio y una puerta al final que me llevaba al cuarto de baño.

Tan perfecto todo, tan pulcro y excesivo... tan solitario.

Pude notar como las horas transcurrían y yo permanecía en la misma rutina: esperando por ellos, mis padres. Personas importantes con trabajos increíbles; con bolsillos repletos de dinero que sobresalía de la tela, empresarios que prefirieron enfrascarse en su empleo y dejar a un lado todo lo demás, siendo yo ese «todo lo demás». Quizá para muchos el ser millonarios lo era todo, pero ellos eran ignorantes y no comprendían ni conocían la soledad que se sentía cuando las puertas se cerraban y el único sonido que llegaban a tus oídos era el retumbar de tus propias pisadas. Las manecillas del reloj pasaban de número en número y continuaba mirando por una de las ventanas, esperando ver las luces del automóvil de alguno de mis padres, las cuales aparecían más tarde. Las cenas se llevaban a cabo en un rotundo silencio siendo cortado únicamente por el sonido de los cubiertos al chocar contra los platos; las miradas se perdían entre las pantallas de sus celulares o en el rostro del otro... nunca en mí. Mientras que ellos dos se consumían en conversaciones sobre su empleo o amigos, yo permanecía en la punta de la mesa, comiendo lentamente y pidiendo que me dieran su atención, cosa que jamás sucedió. El tiempo de dormir ocurría poco después y, entre la oscuridad de mi habitación, las lágrimas creaban surcos por mis mejillas a medida que corrían con libertad sobre ellas, mi almohada permanecía rodeaba por mis brazos y presionada contra mi pecho... era lo único a lo que me podía aferrar, lo único que me consolaba, y fue lo más doloroso que pude sentir.

Tal vez obtuve todo lo material que quise y que no pedí, pero nunca una demostración de cariño por parte de mis progenitores, cosa que me parecía lo fundamental en una familia: amor fraternal. Ante los ojos de los demás yo tenía una vida perfecta y podía ser la envidia de todos los que me rodeaban, pero ellos no sabían que era yo quien deseaba cambiar mi vida por una donde el amor nunca acabara. Prefería mil veces recibir afecto que una enorme caja con un elegante y caro obsequio dentro.

Tuve una niñez y adolescencia deprimente, y se los dejé saber en cuanto entré a la universidad, y seguí lo que mi corazón decía. Me dejé guiar por sus palabras y, años después, allí estaba yo: caminando por un parque familiar.

A donde viera podía observar esos pequeños cuerpecitos repletos de mucha alegría; con sus bellas sonrisas, chillidos de entusiasmo y saltos eufóricos. Corrían de un lado a otro mientras que hablaban sin parar, contándoles cosas al azar a sus padres; riendo por alguna travesura o broma que hubieran hecho.

Ese sonido tan alegre me llenaba el pecho de felicidad.

Sonreí cuando sentí la chispa de entusiasmo que los niños parecían transmitirme.

Todo parecía normal, cada momento era un bonito sueño vivido, como estar dentro de un cuento de hadas. Uno en el que la palabra mal no existía… donde la felicidad era la mayor de las emociones y nada ni nadie podría cambiarla.

Los recuerdos negativos del pasado parecían esfumarse por el aire, sus enormes garras que me querían sujetar para que no pudiera escapar, perdieron su fuerza y me liberaron. Ya no podían lastimarme porque sabía que no me encontraba sola e indefensa. La oscuridad que creí infinita se había volteado dándole espacio a la luz que entró en mi vida mediante una pequeña rajadura y, lo que antes pensé imposible, ingresó brillantemente e iluminó todo a su paso. La etapa solitaria había llegado a su fin en cuanto conocí el amor, y lo que era ser una verdadera familia.

Suspiré orgullosa de mí misma.

Mi pasado no me definía, el que tuviera padres carentes de alegría y amor que dar, no significaba que yo también debía de ser igual. Me lo demostré y, si tendría que hacerlo, también se lo demostraría al mundo entero. Todos debían que saber que, por más que fuéramos criados en un hogar sin afecto, eso no tendría por qué ser un obstáculo para demostrar que no seguiríamos por ese camino. Nosotros teníamos la fuerza y elección de mostrarnos tal cual éramos aun cuando nuestros primeros años de vida no hubieran sido lo mejores.

Yo no tuve nada que ver, no le decía a mis padres que fueran fríos conmigo. Esa había sido su decisión, y yo elegí la mía en cuanto tuve oportunidad...

Ser todo lo contrario a lo que ellos habían sido, esa fue mi mejor preferencia.

Sentí una paz infinita, la alegría burbujeaba en mí cada medio segundo; la calidez que emitía completaba mi corazón y lo hacia latir descontroladamente repleto de felicidad. Oler su aroma me era fascinante; escuchar su voz era magnífico, cuando sus brazos me rodeaban me encendían de amor, verla dormir tan pacíficamente me parecía una de las mejores cosas que ocurrían a lo largo del día. Su pequeña manito abrazando la mía, era lo que nunca quería dejar de sentir, el sonido que creaban sus zapatitos negros de charol cada vez que ella daba un paso era música para mis oídos, ese simple repiqueteo me llenaba el alma porque sabía que la tenía cerca de mí.

Mi hija, mi niña amada.

Mi todo estaba tomándome de la mano añorando que el día nunca terminara, así como siempre sucedía. Su hermoso cabello azabache brillaba a la luz del sol; sus ojos oscuros hacían contraste con su rostro lechoso como el mío, su vestido color blanco de mangas cortas solo dejaba ver lo que ella era: un pequeño ángel.

Mi mayor anhelo y creación estaba conmigo, caminando por ese bonito parque en una tarde de primavera.

Le regalé una suave caricia en el dorso de su mano, ella me miró con sus ojitos brillosos antes de hablar:

— Mami, ¿Quieres jugar conmigo?— me preguntó con su bonita sonrisa.

Solo aquel gesto bastaba para que viera el mundo diferente y que toda la oscuridad que había dentro de mí se mantuviera quieta, sin salir.

Había hecho lo correcto, crie a una niña maravillosa que me demostraba que no habían errores en mi rol de madre. La intranquilidad de ser como mis padres siempre me había atormentado, pero Amara me dejaba en claro que estaba muy lejos de parecerme a ellos. No la encerré en una casa vacía por enfocarme en mi trabajo, no la dejé sola casi todo el día sin siquiera hacerle una llamada para comprobar que estuviera bien. No la rodeé de obsequios caros, sino que la llené de palabras sinceras y reales. Le di mi amor incondicional y mi apoyo para que no se sintiera dejada de lado.

Le di todo de mí porque se lo merecía.

— ¿A qué quieres jugar?— de alguna manera tenía que recompensarla por hacerme tan feliz.

— Sólo debes atraparme.

La miré un tanto dudosa.

Sabía en qué consistía ese juego; mientras que ella corría, yo debía de ir detrás intentando sujetarla. Lo habíamos hecho incontable de veces en nuestra casa, pero jamás en la calle ya que veía un tanto peligroso estar pendiente de atrapar a la otra persona y no ser consciente de todo lo demás. Y, en aquel día, también me pareció imprudente, quise resistirme pero no pude. No cuando ella hizo la ya conocida trampa, su pucherito y sus ojitos brillosos de venado, eran mi debilidad.

Me fue imposible decirle que no a tan perfecta actuación.

Después de todo, sabía que nada malo pasaría. Yo estaría allí para ella, cuidándola. No permitiría que se alejara mucho, ni tampoco que se acercara a la calle, además Amara sabía que debía de cruzar en compañía de un adulto por lo tanto estaba más que segura en que todo resultaría bien.

— De acuerdo, pero no corras tan rápido.—accedí, inclinándome hacia adelante para poder abrazarla.

Su estatura era menor de la normal, tenía cinco años y parecía tener tres. Su cuerpo era pequeño pero su inteligencia superaba cualquier número, nunca había conocido a una niña tan maravillosa como lo era ella. Y no lo decía porque fuera mi hija, sino porque todo el mundo estaba asombrado con su manera de resolver las cosas.

— Sí, mami.

Sin esperar más, comenzó a correr y yo fui detrás de ella.

Su risita, acompañada por nuestros pasos, era lo único que se oía. Ese encantador ruino removía mi interior haciéndome sonreír en grande, era el mejor sonido que hubiera escuchado jamás.

Estaba fascinada con mi hija, con su forma de actuar y desenvolverse ante los demás. Me enorgullecía como era junto a sus amigos, tan amable y detallista.

El estar allí, avanzando detrás de ella, ver el volado de su vestido ondear de un lado a otro sobre sus piernas, y sentir su felicidad, me hizo desear que el tiempo se detuviera para que pudiera vivir ese momento eternamente. Pedí que mi niña siguiera conmigo, que me abrazara por siempre y que nunca se fuera de mi lado.

Amara llevaba consigo la mitad de mi corazón, la mitad de mi vida... de mi todo.

— Atrápame, mami.— me alentó en medio de risas contagiosas.

Di unos pasos más hasta que por fin la tuve entre mis brazos, su calor corporal compensó mi piel un tanto fría por el viento. Pude sentir el movimiento de su pecho cada vez que reía, acompañado del latir acelerado de su corazón. Estaba cansada, pero aún así sabía que ese solo era el principio.

Ella era muy hiperactiva y no se detenía con facilidad.

— Eso fue fácil.— dije, dándole un pequeño beso en la mejilla.

— ¿Jugamos otra vez?— preguntó, tratando de liberarse de mi abrazo.

— Jugaremos cuando lleguemos a casa, ¿Te parece bien?

Ella lo pensó por un momento, miró a nuestro alrededor y yo también lo hice.

Los otros niños, junto a sus padres seguían jugando. Sabía que estaba mal decirle que no porque ella debía de aprovechar el estar al aire libre, pero también tenía que entender que podría lastimarse si caía o incluso chocar contra otra persona.

Solo quería cuidarla.

— Por favor, sólo una última vez.

Dudé.

Todavía faltaba para llegar a nuestro hogar, y supuse que prefería mil veces el espacio que había en ese parque que el diminuto patio que teníamos en casa. Miré el cielo despejado, el sol seguía en lo alto.

Aún teníamos tiempo...

— Está bien.

— Vamos, corre, mami.— exclamó cuando la dejé en el suelo.

Sonreí en grande.

«mami» jamás me cansaría de oírla llamarme así.

Era encantador saber que, por algunos años más, estaría a mi lado todos los días y a toda hora, que ella seguiría siendo mi luz entre tanta la oscuridad hasta que fuera mayor de edad y decidiera qué camino tomar. Por mi parte, aceptaría lo que ella quisiera, y la seguiría apoyando ya que ese era el deber de una madre. Mi niña era comprensiva, sabía que su comportamiento era y sería el mejor, porque la había criado bien y le había dado todo lo que ella necesitaba, y no hablaba de cosas materiales sino emocionales.

Pero no era momento de pensar en el futuro, ya tendría tiempo para aquello, ya vendrían noches de insomnio preguntándome cómo estaría o si requería de mi ayuda. Lo importante en ese instante, era continuar disfrutando de su compañía y su ternura.

Me gustaba ver como su cabello suelo se movía de un lado a otro a medida que se alejaba de mí, y también poder escuchar sus risas. Sabía que cuando llegara la hora de descansar podría oírla hablar y reír estando dormida, eso siempre sucedía cuando se divertía mucho, y me agradaba saber cuánto se entretenía conmigo.

Mi día se basaba solo en ella, desde que amanecía lo primero que hacia era ir hasta su habitación y despertarla entre besos y abrazos; después le preparaba el desayuno y la enviaba al jardín de niños. Durante esas horas pensaba en el almuerzo y a qué jugaríamos a lo largo de la tarde, y por las noches; me gustaba acurrucarla, leerle un libro y esperar hasta que cerrara los ojos para luego darle un beso y despedirme hasta la mañana siguiente.

Mi vida únicamente giraba en Amara.

Mi hija era mi cordura.

Corrí detrás de ella sin ser consciente del riesgo que se avecinaba, no fui capaz de ver el peligro que acechaba por ese sitio.

Estaba perdida en mi ensoñación, que no lo noté hasta que fue demasiado tarde. Creí que, al haber tantos niños por todo el lugar, ese vecindario era seguro. Pensé que la calidez del día me decía que todo continuaría perfectamente, así como había ocurrido a lo largo de esos cinco años.

Imaginé que, el salir a pasear por ese parque, no terminaría siendo dañino.

Ella sabía lo arriesgado que era el cruzar la calle sin un adulto a su lado, que debía de esperar hasta que mi mano tomara la suya y que mi voz le indicara que podía avanzar. Mi niña lo comprendía, sin embargo, aquel día pareció no hacerlo...

El calor que sentía rodearme se esfumó cuando oí las llantas de un coche chillar, seguido de una exclamación de horror. Mi corazón se hizo pedazos cuando vi a todos correr hacia un pequeño cuerpo vestido de blanco tirado en medio de la calle… sentí dolor y miedo cuando noté que mi amada hija no se veía por ningún lado.

Me faltó el aire cuando lo uní todo, y supe lo que sucedía.

— ¡Amara!— grité desesperada.

Mi garganta ardió y mis mejillas se humedecieron pero nada me importó. A toda velocidad avancé por la acera hasta llegar a mi perdición.

Ella estaba boca abajo en el suelo, su cabello estaba revuelto hacia todos lados y cubría su bonito rostro. Rogué para que se pudiera de pie o que simplemente nada de eso fuera real, sin embargo, nada de lo que quería ocurrió.

Vi mi mundo detenerse cuando note que su pecho parecía no moverse.

Mi vista se nubló; escuché pitidos en mis oídos, mis piernas flaquearon en más de una ocasión y mi boca libero diversos jadeos mientras que trataba de respirar correctamente, para no asfixiarme en el intento.

Llorando a mares me acerqué a ella, mis manos temblaban a medida que volteaba su cuerpo. Su vestido estaba degastado y tenía pequeñas manchas color carmesí; sus brazos tenían raspones, morados y cortadas... unos de sus zapatos había salido volando por el golpe, dejando uno de sus pies libre y sin protección. Miré su rostro y fue cuando un sollozo descontrolado salió de mi boca, su bonita cara estaba bañada en sangre y con arañazos. Sus ojos se encontraban cerrados, ya no podía verse ese brillo en ellos.

El bullicio que había a mi alrededor desapareció en cuanto tomé su pequeño y herido cuerpo y aferré al mío, teniendo cero intenciones de soltarlo. No pude oír su risa, tampoco el latir de su corazón. Su respiración no estaba chocando contra mi cuello, ni mucho menos pude escuchar un «mami» viniendo de su parte.

Al abrazarla lo único que pude sentir fue como su calor corporal se iba apagando.

— Amara, hija. Despierta.—le pedí, creyendo que me escucharía— A-amor, es hora de volver a casa. — cerré mis párpados liberando más lágrimas.— Por favor, no me hagas esto…— le susurré, meciéndola— Mamá te necesita, te lo su-suplico, abre los ojos.— incontables sollozos y gritos ahogados acompañaban mis lamentos— Te amo tanto... l-lo siento, mi niña. Perdóname por no cuidarte.

Mis palabras continuaron por mucho más, el recorrido de mis lágrimas se secó cuando, de mi interior, ya no brotaron más de ellas. Las horas siguieron su curso, oscureciendo y dándole final a aquella linda tarde de primavera, entretanto yo permanecí en el mismo lugar; sujetando su cuerpo inerte y adentrándome a un espacio completamente nuevo y diferente.

Había perdido mi luz… lo había perdido todo.

El dolor me invadió rápidamente, y luego lo liberé de una manera retorcida. El momento de lamento pronto se convirtió en uno lleno de rabia y ansias de venganza.


*

Quizá habían pasado uno, tres o cinco días desde que mi princesa se había ido.

En el hospital me habían dicho que su muerte fue rápidamente, que no había sufrido, que no había sentido dolor. Que el golpe había sido tan brusco que su cuerpo no tuvo tiempo de nada ya que éste le había causado una hemorragia cerebral.

Y quise creer que aquellas palabras habían sido verdaderas y que, en sus últimos segundos de vida, Amara no había sufrido un martirio. Quise creer que, como ella era un ángel, cualquier cosa que pudiera lastimarla realmente no lo hacia; que tenía una clase de antídoto o anestesia que le evitaba algún daño.

Los ángeles no lloraban, ni padecían algún mal. Ellos siempre estaban felices, y así quería recordarla.

Como mi más brillante hermoso rayito de sol.

Después de aquella trágica tarde, había perdido la razón; pasaba todo el tiempo encerrada en su cuarto, tratando de verla jugar con sus juguetes o diseñando un dibujo que tanto le gustaba crear. Incluso podía oír sus pasos ir de un lado a otro, mientras que reía.

Sabía que algo mal había surgido después de eso.

Ya nada tenia significado para mí; dejé de comer, de beber, ni siquiera salía de mi casa, me había dejado de interesar mi propia vida. ¿Qué importancia tenía cuando lo había perdido todo? Ninguna, solo quería irme con ella.

Dejé de ver la claridad para acostumbrarme a la oscuridad.

Me aferré tanto a su recuerdo que me dolía, ardía cada segundo que Amara no estaba a mi lado. Echaba de menos el calor de su mano alrededor de la mía, escuchar su tono de voz y contarle un cuento. Quería volver a despertarla, prepararle el desayuno y enviarla al jardín... deseaba tener su compañía una vez más para no soltarla jamás.

Donde antes reinaba calidez y felicidad, en ese momento solo había frío y tristeza. Incluso mi razonamiento y manera de pensar se había ido.

Ella se había llevado todo lo sano en mí.

Mi boca se movía constantemente, pero no entendía lo que decía, mi cuerpo actuaba por sí mismo; así como en un segundo podía estar quieto, al otro podía estar moviéndose de un lado a otro buscando consuelo.

Así también estaba mi mente, pero ella no quería consuelo… ella quería venganza.

La persona que había matado a mi hija estaba suelta, y despreocupada. Ni siquiera había pasado más de algunas horas entre las rejas, porque, para la justicia, él no tenía la culpa de nada. En cambio, yo sabía que no era así. Si él hubiera ido más lento, quizá hubiese podido detener el coche a tiempo. Pero no, nada de eso pasó, y aunque quisiera explicarlo sabía que nadie me entendería.

Todo el mundo parecía seguir su rumbo, mientras que el mío se detuvo, planeando.

No iba a quedarme de brazos cruzados, no iba a permitir que el responsable de mi desgracia estuviera libre y feliz de la vida.

La maldad con maldad se pagaba, y joder, a mí me encantaba saldar deudas.

Porque muchas veces teníamos lo que más anhelábamos entre nuestras manos y, en un abrir y cerrar de ojos, nos lo arrebataban. Porque en ocasiones necesitábamos mostrar lo que llevábamos dentro, ya fuera con gritos, palabras o acciones.

Y, si mis gritos y palabras no habían sido escuchadas, entonces era tiempo de hacer algo al respecto.


***

Noté mis mejillas húmedas, abrí mis ojos y me encontré con oscuridad.

Entonces esa era mi historia.

Había perdido a mi hija, a mi razón de ser. Esa pequeña niña era mi adoración y, en ese momento, lo recordé. Cada sentimiento hacia ella, cada sonrisa y cada instante en los que pasé a su lado. Sus besos y abrazos, cuando me pedía dormir conmigo o que desayunaríamos recostadas sobre la cama. Visualicé sus dibujos pegados con cinta adhesiva en las paredes de su habitación, su ropa perfectamente doblada en su armario y sus peluches. Recordé las películas de princesas que le gustaba ver, también las del superhéroes ya que eran sus favoritas. Frente a mí se cruzó la fecha de su cumpleaños y, a su vez, la de su fallecimiento.

También recordé aquel sueño que había tenido antes, en donde Víktor me había salvado de la silueta. Y aunque nada de eso hubiera sucedido realmente, en ese sueño estaba ella, y no importaba que no hubiese podido ver con claridad su rostro, sabía quien era. Tenía el mismo vestido y cabello... al igual que su cara cubierta de sangre al final, y la falta de uno de sus zapatos.

Amara.

Me dolía el pecho, era un interminable vacío que se había consumido todo dentro de mí, como si mi corazón hubiera desaparecido y solo quedaba que sitio desolado donde antes él había estado. Una completa agonía era lo que sentía cada vez que recordaba lo sucedido. Me sentía impotente porque, muy en el fondo, sabía que aquello había ocurrido por mi culpa. Solo bastó un error para que todo lo bueno terminara, una imprudencia para que mi cerebro cambiaría su pensar.

Entendía la razón por la cual mi mente cerró ese recuerdo bajo llave, era muy doloroso como para vivir con él y estar constantemente reviviéndolo. El recordatorio de que pude haberla salvado, o quizá haberlo evitado, me hubiese atormentado a lo largo de esos casi nueve meses.

Me reprochaba a mí misma por haber sido tan imbécil, había perdido a mi hija y no había hecho absolutamente nada para que el culpable lo pagara… o eso creía.

Con mis manos temblorosas limpié el camino que mis lágrimas habían dejado. Mi respiración era rápida e irregular, y mi boca estaba seca.

— ¿P-por qué no lo recordé antes?— balbuceé, tratando de encontrar mi voz.

— ¿Recuerdas aquella conversación con Víktor? ¿Esa en dónde te dijo que le habían arrebatado a su esposa?— asentí levemente, tratando de recordar— Eso era parte de tu historia, y aunque esa conversación no haya sido real, tu mente quiso darte pistas de lo ocurrido.

Bonita vida la mía, ni siquiera en mi mente podía confiar.

Me cuidaba, dejándome en un lugar donde el dolor no era bienvenido, sin comprender que luego sería más difícil superarlo. Todo mi mundo se había desvanecido, sin haberme enterado.

Me había centrado tanto en mi vida fantasiosa, que no fui capaz de ver la realidad. No fui capaz de comprender que el dolor era lo que nos hacia humanos, ese sentimientos que todos llegábamos a odiar era lo que nos recordaba que estábamos vivos. Que aunque a veces nos sentíamos impotentes, debíamos de seguir adelante. Superar cada obstáculo, y sonreír… aunque todo se derrumbara.

Porque no había felicidad sin tristeza.

Había que soltar todo, y tratar de empezar de cero. Así como Víktor había dicho.

Una imagen borrosa cruzó por mi mente.

— Aquella vez, en esa pesadilla, Amara habló.— recordé cuando la había visto ensangrentada y descalza— Le dije que se resfriaría si continuaba así, ella me contestó pero no llegué a escucharla.— mis ojos observaron como la silueta tragaba saliva. Ni siquiera sabía cómo podía ver algo así, simplemente lo hacia. O quizá mi vista me fallaba y ya estaba volviendo a alucinar.

¿Recuerdas lo que le preguntaste?

— Sí...— respondí, dejándome absorber por esa memoria.

« — Podrías resfriarte.— dije, señalando su pie.

— Eso no es posible.— aseguró ella, encogiéndose hombros sin dale mucha importancia.

— ¿Por qué no?— quise saber.

La niña abrió su boca para hablar, pero la risa malvada y un tanto nerviosa de aquella macabra entidad impidió que escuchara su explicación. Había dicho tres palabras que no pude entender, y no sabía por qué la idea de que eso había sido importante surgió en mi mente.

¿De qué se trataba? ¿Por qué él había evitado que pudiera oírlo?»

Porque estoy muerta,— habló la silueta— Esas fueron sus palabras.

— ¿Por qué impediste que escuchara su voz?— una chispa de rabia ardió en mí al saber que, en la única oportunidad de volver a oír a mi hija, él no lo permitió.

Porque sabía que después querrías conocer su historia y eso te dañaría, y yo...

— Ya lo sé, lo que menos quieres es lastimarme.— lo corté inmediatamente— Pero eso no te da el derecho de hacer tal cosa. Estaba a punto de escu...

¿Acaso recuerdas cómo era su voz?— fue su turno de interrumpir, rompiendo aun más mi corazón.

No. No lo recordaba, por más que lo intentara no podía. Ni siquiera después de tener de regreso en mi memoria el día del accidente podía retener su tono de voz.

Mi vista se dirigió al suelo y negué.

¿Lo ves? Sé que hice mal, pero sabía que esto te rompería todavía más de lo que lo está haciendo ahora.

— La perdí...— murmuré y una lágrima descendió de mi ojo y cayó sobre la baldosa— Ya no la tengo conmigo, y ahora tampoco recuerdo su voz.— cubrí mi boca cuando un sollozo salió de ella— ¿A qué más le debo de decir adiós? ¿Tengo que aceptar este dolor?

Si lo aceptas, entonces también aceptas que está bien que el asesino continúe libre.

No.

Mi cuerpo se tensó al darme cuenta que aunque quisiera no podía perdonar tal injusticia. Que aunque intentara no podría vivir con la idea de que habían salido ilesos, mientras que yo me hundía en la tristeza. Por más que dijera que tenía que soltar y comenzar de nuevo, una pérdida así no se podía olvidar y hacer como si jamás hubiera sucedido.

Mi hija sí había existido, y su muerte sí había ocurrido.

Alejandra...

— ¿Qué sucedió con la persona que conducía?— le pregunté, sin tener intenciones de hablar de algo más que no fuera del culpable.

Te hiciste cargo de él.— lo vi sonreír con malicia— Le hiciste ver las llamas del infierno.

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